Alrededor de una hoguera o junto al fuego del hogar o a la luz de una vela, relatos muy similares se han contado en las culturas más diversas a lo largo de los siglos, transmitiéndose oralmente de generación en generación. Como apunta Stefan Zweig en «Regresar a los cuentos», uno de los textos incluidos en Encuentros con libros, «han recorrido mil caminos, han resonado en las plazas y en las casas de mil ciudades, tienen su origen en nuestra historia más antigua, por recientes que parezcan, pues florecen una y otra vez». La revalorización de los relatos populares a partir del Romanticismo permitió conservar parte de ese patrimonio, recopilado y publicado por autores como los hermanos Grimm. Son narraciones que hablan de los sueños y los miedos de la gente común, de sufrimientos y recompensas, de la posibilidad de lo extraordinario en unas vidas marcadas por las rutinas y las dificultades.

Ese acervo es de una riqueza excepcional en el caso de Rusia, como refleja El pájaro de fuego y otros cuentos rusos (Libros del zorro rojo, 2020). El volumen, exquisitamente editado, es una selección de siete de los relatos de la tradición oral que el historiador y folclorista Aleksandr Afanásiev (Boguchar, 1826-Moscú, 1871) reunió a mediados del siglo XIX. Se trata de la colección de este género más amplia que se conoce en todo el mundo y de una de las más estudiadas e influyentes —es el punto de partida, por ejemplo, del ensayo clásico «Morfología del cuento» (1928) de Vladimir Propp—.
Como explica Marcela Carranza en su clarificador prólogo, Afanásiev solo recogió directamente un porcentaje muy reducido de los más de seiscientos cuentos que publicó; la inmensa mayoría le llegó de manos de otros recopiladores, etnógrafos e intelectuales. Esta circunstancia, sin embargo, no resta valor a su trabajo, ya que Afanásiev logró salvar el folclore cuentístico ruso cuando estaba a punto de desaparecer y, además, llevó a cabo esa tarea adoptando un papel de redactor y editor, sin retocar las historias ni estilizarlas para que parecieran más literarias a ojos de la época. Una labor aún más meritoria si se considera que, debido a sus ideas progresistas y democráticas y a su interés por la cultura popular, Afanásiev tuvo que enfrentarse a la hostilidad constante de las autoridades y de la censura del régimen zarista, hasta el extremo de que se le vedó el acceso a cualquier empleo oficial y se vio obligado a vender su biblioteca personal.

Los cuentos compilados por Afanásiev pueden dividirse en tres grandes grupos: de animales, costumbristas y maravillosos. A esta última categoría se le concedía un valor especial porque se la consideraba la más antigua y a ella pertenecen los siete relatos de este libro. En ellos encontramos una y otra vez encantamientos y criaturas sobrenaturales, metamorfosis, rivalidades entre hermanos, muertes (naturales o violentas) y resurrecciones, héroes o heroínas —tanto de la nobleza como de orígenes más humildes— que se enfrentan a pruebas y a malvados enemigos hasta el invariable final feliz (que suele incluir el anuncio de que los protagonistas permanecerán unidos y sin que les falta de nada durante el resto de sus vidas). La maldad y la impaciencia se castigan; la perseverancia, el ingenio, la valentía y la compasión son siempre recompensados.
Como apunta Joaquín Fernández-Valdés en la «Nota de la traducción» que precede a los relatos, no solo la estructura narrativa es parecida en todos ellos, sino que también es habitual que una misma situación vuelva a producirse a lo largo del cuento con apenas variaciones. Incluso se repiten ciertas estructuras sintácticas y combinaciones de palabras que facilitan la memorización del texto y lo sitúan en el marco de lo maravilloso. «En un reino muy lejano» es el arranque de muchas de las historias, y también abundan los proverbios y los dichos populares y fórmulas fijadas en el folclore ruso como «ni la palabra puede expresarlo, ni la pluma reflejarlo». Todos estos rasgos se recogen en la traducción de Fernández Valdés, que ha traducido a autores como Tolstói o Turguénev y aquí logra su objetivo de «transmitir la frescura, la expresividad y el ritmo de la lengua original (…) para que estos cuentos puedan ser leídos por —y sobre todo a— los niños y niñas, y disfrutados por todos, por siempre jamás».

Ese disfrute no se ve entorpecido por la repetición de elementos y estructuras gracias a la habilidad y la imaginación con que se combinan y al uso de un lenguaje en apariencia sencillo y directo, pero muy sugerente y musical. Hay un encanto único en la naturalidad con que se cuenta lo más prodigioso y en la forma en que se entretejen lo ordinario y lo fantástico, lo crudo y lo poético. En «La patita blanca», una princesa convertida en ese animal por una bruja pone tres huevos de los que nacen sus hijos, que se dedican a «corretear por el río, a pescar pececillos dorados, a recoger retazos de tela para hacerse caftanes, a saltar por la orilla y a contemplar los prados». Y en «La pluma de Fínist», por citar otro ejemplo, una joven consigue recuperar a su amado, que se ha casado con la hija del zar, gracias a que regatea con esta para poder verlo mientras duerme y, al acariciarle la cabeza, le quita el alfiler mágico que le impedía despertarse.
Quizás «Vasilisa la Bella» sea la mejor muestra de la belleza genuina y nada edulcorada de estos cuentos, con su original premisa —en su lecho de muerte, una mujer deja a su hija de ocho años, Vasilisa, una muñeca que ofrece ayuda y consejo a cambio de comida—, una protagonista más astuta de lo que aparenta y unos personajes secundarios tan pérfidos como los de «La Cenicienta». El relato, además, está recorrido por brillantes imágenes del mundo natural, personificado en tres jinetes y, sobre todo, en Baba Yagá, una bruja caníbal que vive en las profundidades del bosque, en una cabaña rodeada por una cerca de huesos humanos coronados con calaveras.
Y se hizo de noche. Pero la oscuridad no duró demasiado: a todas las calaveras de la cerca se les iluminaron los ojos, con lo que el claro del bosque se llenó de luz, como si fuera de día. Vasilisa temblaba de miedo, pero, como no sabía hacia dónde huir, no se movió de donde se encontraba.
(Pág. 43)
Al poco rato se oyó un ruido terrible: los árboles crujieron, las hojas secas crepitaron y del bosque salió Baba Yagá montada en un mortero al que arreaba con un macillo mientras que con una escoba iba borrando las huellas que dejaba.
La edición de Libros del zorro rojo se completa con las míticas ilustraciones que Iván Bilibin (San Petersburgo, 1876-Leningrado, 1942) realizó a caballo entre los siglos XIX y XX para algunos de los cuentos recogidos por Afanásiev.

Bilibin, uno de los fundadores del arte gráfico ruso y diseñador escénico de óperas y ballets, combina de una forma personalísima el dibujo bien definido con el gusto del art nouveau por lo decorativo y la estilización y con los colores planos de las estampas japonesas. Sus ilustraciones, como las historias a las que acompañan, nos trasladan a tiempos remotos, a reinos de magia y asombro donde las familias y los amantes se reencuentran y viven en amor y armonía hasta el final de sus días.
El pájaro de fuego y otros cuentos rusos
Aleksandr Afanásiev
Traducción de Joaquín Fernández-Valdés
Ilustraciones de Iván Bilibin
Libros del zorro rojo
Primera edición: octubre de 2020
96 páginas
Los cuentos y leyendas populares constituyen uno de los patrimonios más entrañables y reconfortantes con que cuenta la Humanidad. Hace unas semanas estuve releyendo algunos cuentos de los Grimm en una antigua edición. Gracias por tu perfecta reseña: un verdadero regalo de Reyes. Un saludo.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Muchas gracias, Manuel. Me has recordado que en uno de los textos de «Encuentros con libros», a propósito de una antología de cuentos alemanes en la línea de la recopilación de los hermanos Grimm, Stefan Zweig destaca precisamente la cercanía, la calidez y el consuelo que ofrecen estas historias. Un saludo y que, además de salud, 2021 te traiga buenas lecturas.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Esta “oralidad“ se puede distinguir en muchos de los libros que aún leemos y disfrutamos; desde Homero con su Iliada y Odisea a las Mil y una noches. Todos tienen un ritmo que ha encajado con mayor o menor dificultad una vez que pasaron de la voz a la palabra escrita. Pero, por otro lado, gracias a los libros, a la escritira, muchos de ellos no se perdieron y podemos disfrutar de estas obras maestras en nuestros días. Felicidades César.
Me gustaLe gusta a 1 persona
En «El infinito en un junco», Irene Vallejo aborda esa transición de lo oral a lo escrito y destaca precisamente cómo en ese proceso algo se pierde y algo se gana. Feliz año y felices lecturas, Juan.
Me gustaLe gusta a 1 persona