Vitalidad del cuento

Aunque hace mucho que superó la consideración de género menor, el relato sigue sin rivalizar con la novela ni en el interés de los lectores ni en el volumen de títulos publicados. Esto es particularmente cierto en un país como España, donde las grandes editoriales centran su atención en los cuentos de autores clásicos —aunque pueden citarse excepciones tan destacadas como la de José María Merino, cuya última antología conjuga maestría y atrevimiento— y apenas existen sellos especializados en las narraciones breves de ficción (Páginas de espuma sería una de las referencias ineludibles en este campo).

Es una lástima porque, al margen de preferencias personales, es un género que encaja a la perfección con el gusto contemporáneo por la rapidez y la intensidad. Otra gran virtud del cuento: puede servir como un puente para cubrir la distancia, para muchos adolescentes insalvable, entre las historias infantiles y las novelas de largo aliento.

El relato merecería también más repercusión porque es uno de los cauces más creativos de la literatura actual, tal vez porque un público minoritario facilita alejarse de las modas y la presión comercial. No atribuyo a la casualidad que cinco de mis lecturas más satisfactorias de los últimos meses correspondan a volúmenes de narraciones breves publicados en España en 2020 y 2021.

En todos los casos se trata, curiosamente, de la primera colección de cuentos de sus autores, que hasta entonces habían publicado relatos sueltos o habían participado en antologías colectivas. Otra coincidencia es que los cinco escritores nacieron a lo largo de la década de los ochenta. Pero sobre todo comparten virtudes literarias: la habilidad de crear mundos coherentes a través de una imaginación muy personal, el abordaje de la realidad contemporánea desde enfoques que trascienden el realismo romo, el dominio del lenguaje y del ritmo, y el empeño en aventurarse más allá de los asuntos y las tramas que dominan las listas de los libros más vendidos. Son solo un puñado de ejemplos —podrían añadirse otros muchos nombres, como los de Liliana Colanzi o Alejandro Morellón— de la buena salud del cuento a este y a otro lado del Atlántico.

Nada más fantástico que la realidad

Cubierta de Los desperfectos, con ilustración de Gina Harster.

Las cualidades de este grupo de autores se aprecian en el premiado Los desperfectos de Irene Pujadas (San Just Desvern, Barcelona, 1990), editado por Hurtado & Ortega con traducción del catalán de Inga Pellisa. En los veintiún textos breves del volumen, Pujadas parte a menudo de situaciones y escenarios reconocibles —una visita al dentista, cementerios, encuentros casuales, una plaga de moscas…— y los desplaza hacia el humor irreverente y la ironía, el fatalismo, lo fantástico o esa clase de extravagancia que provoca sonrisas pero también una ligera incomodidad. (También hay algún texto más sentimental que, sin ser de menor calidad, suena como un verso suelto).

La escritora sabe dar a cada historia la extensión justa, combina con gracia lo coloquial y lo culto y se atreve a ensayar esquemas formales y puntos de vista muy diversos.

En ‘La malnacida’, por ejemplo, un año fatídico se resume a través de viñetas que conforman una estructura circular; ‘Entrevista en el periódico local a raíz de un reportaje en un periódico nacional’ alterna ambos textos para satirizar cierto tipo de turismo —aunque la sátira, cómo no, incluye un giro inesperado—; ‘Los consejos’ está contada en segunda persona del singular; ‘El cuerpo caliente’, por un espíritu, y ‘Retrospectiva’ es una entrada de blog (tan imaginativa y ocurrente como cargada de reflexiones incisivas sobre la escritura).

Por la tarde me volví a la ciudad. Llevaba el estómago lleno y una bolsa de plástico con pasta, latas de atún y botes de tomate. Dios te cuida y te vigila, me había dicho mamá, y me había despedido con la mano. Y me lo planteé, pero sé que he perdido la oportunidad, porque ese Dios no es mío y, además, no es idiota.

‘Las formas de Dios’, pág. 74

Humor, surrealismo y metafísica

Cubierta de Lo malo de una isla desierta, con imagen de Tere Susmozas y fotografía de Kike Costas.

El humor es igualmente una constante en los dieciséis cuentos de Lo malo de una isla desierta de Javier Echalecu (Madrid, 1981), publicado por Editorial Pre-textos, en este caso aderezado con una combinación muy original de poesía, surrealismo y metafísica. Unos ingredientes que Echalecu, también traductor, logra fusionar gracias a la coherencia de la obra y la flexibilidad de la voz narrativa, que se mueve con soltura entre la confesión desenfadada, el apunte filosófico y el fogonazo lírico.

Ya el primer relato, ‘Llamadas de emergencia’, nos sumerge en este universo singular: al llegar a casa, una pareja descubre que una de las habitaciones (en concreto, la sala de estar) ha desaparecido; a Echalecu no le interesa la explicación del prodigio, sino las situaciones absurdas que ocasiona y cómo altera la imagen que la pareja tiene de sí misma y del mundo. De un modo similar, la épica y lo ridículo conviven en ‘Leónidas Gagarin, cosmonauta’; los protagonistas de ‘Metonimia’, ‘Adverbios en mente’ y ‘Al sur del Polo Sur’ están dominados por ideas estrafalarias que obedecen, sin embargo, a una impecable lógica interna —en contrapartida, los personajes son un tanto planos e intercambiables—; en el texto más largo, ‘Amor androide’, un fracaso amoroso ubicado en un escenario de ciencia ficción desemboca en crisis existencial; el mito revela su impostura al ser recreado en el mundo de las redes sociales (‘Sísifo desencantado’).

La emoción que fluye contenida, una especie de angustia serena, se expande hacia el final del volumen, especialmente en los dos últimos relatos, donde se explora la idea del tiempo detenido (o, para ser más exactos, expandido). A la manera de Nabokov, la conciencia de la fugacidad de la vida y la belleza no arrastra a Echalecu a una melancolía paralizante, sino que espolea su imaginación para proyectar variaciones más satisfactorias —aunque de ninguna manera idílicas— de la realidad.

Imagino que tarde tras tarde buscarán temas de conversación con los que matar el tiempo, y seguirán inmóviles en esa felicidad, si es que la felicidad puede ser inmóvil. Será como una jaula, sí, pero a veces sólo se trata de escoger la mejor jaula.

‘Imagen del futuro’, pág. 144

Alucinaciones certeras

Cubierta de Las voladoras, con ilustración de Marcela Ribadeneira.

Mitos andinos, oscuros secretos familiares, violencia, sangre —mucha sangre—, deseos enfermizos, apariciones, paisajes apocalípticos… Con estos materiales ha compuesto Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988) los ocho cuentos de Las voladoras (Páginas de espuma), impactantes por las historias que cuentan y, sobre todo, por la forma en que la escritora exprime las posibilidades expresivas del lenguaje y por las imágenes descarnadas y poderosas que utiliza.

Tras leer unas pocas líneas, uno se ve arrastrado por la fuerza torrencial del estilo de Ojeda y por el extraño atractivo de unos personajes que podrían pertenecer a una película de David Lynch o David Cronenberg que transcurriera en Quito o La Paz o Cuzco. La atmósfera febril y hasta alucinatoria que emana de cada una de las páginas induce a creer que se escribieron en una especie de trance. Al contrario: no hay nada casual o gratuito en esta belleza retorcida, en estos hachazos que se clavan justo en la diana elegida.

En ‘Caninos’, por ejemplo, la claves de la historia se dosifican con mucha habilidad para sumergirnos poco a poco en un mundo malsano que de otro modo resultaría demasiado truculento. En ‘Soroche’, la narración avanza a través de cuatro voces femeninas que revelan el talento de Ojeda tanto para la caracterización como para la sátira social —un registro que me habría encantado encontrar más a menudo en el libro—. Y la atención prestada a los patrones rítmicos y a las metáforas acercan ‘Terremoto’ al poema en prosa en el que cada palabra está medida (Ojeda es autora también de dos libros de poesía, aunque es conocida sobre todo por sus novelas Nefando y Mandíbula).

Hija guardaba la dentadura de Papi como si fuera un cadáver, es decir, con amor sacro de ultratumba: seco en los colmillos, sonoro en las mordidas, desplazándose por los rincones de la casa igual que un fantasma de encías rojas.

‘Caninos’, pág. 45

La memoria no es un juego inocente

Cubierta de Los juguetes que tuvimos.

La poesía impregna también los dieciséis relatos de Los juguetes que tuvimos (Niña Loba) de Alejandro Molina Bravo (Madrid, 1987), a quien conocí a través de sus hilos sobre arte en Twitter. Molina Bravo —que cuenta con una novela anterior: Los días—comparte con Ojeda el afán de exactitud frente a los clichés, la búsqueda de metáforas no usadas, pero aquí el tono es muy distinto, como lo es el corazón de este libro: la infancia, observada no con la nostalgia con que se recuerda un paraíso clausurado, sino con la actitud meditativa de quien entrevé en los recuerdos de la niñez y la adolescencia temprana indicios del adulto en que se ha convertido.

Durante la primera lectura, predomina la impresión de heterogeneidad, en parte porque el orden de los textos no obedece a un criterio evidente. Se mezclan imágenes fugaces (‘Recuerdo de niñez’), escenas simbólicas (‘Epifanía’, ‘Las tortuguitas’), rituales y ceremonias —el cortazariano ‘Instrucciones para atarse los zapatos’ destaca en esta parcela—, incursiones en lo fantástico (‘Una niña’) y narraciones que abarcan décadas, como el relato que da título al libro o ‘El juego’, quizás el que mejor sintetiza la destreza del autor con los ritmos y las estructuras, en particular con el arranque y el cierre de los textos.

Esa variedad acaba cobrando sentido gracias a que en los cuentos se repiten motivos y obsesiones, como notas cada vez más reconocibles: la pérdida y la transformación, las trampas de la memoria, las revelaciones que no se comprenden plenamente hasta muchos años después. Siguiendo con la metáfora musical, la entonación también unifica las historias. El autor no rehúye lo emotivo, pero tampoco permite que se desboque; lo confesional se cubre con un velo de discreción; lo feliz y lo terrible se narran con una naturalidad que es sobria y precisa y está salpicada de imágenes y detalles muy expresivos («las mesas largas y brillantes y vacías como ataúdes en el mar»).

Jugábamos sin ver lo perverso del juego. Me excitaba el ansia previa a los disparos, y la rabia y el odio que se me desbordaban al morir, escapando de mí como la sangre. Me sentía orgulloso de mi odio. Y sentía también otra cosa, que aun hoy en este momento último me cuesta admitir, y de la cual también los culpo, os culpo: el placer oscuro de la humillación.

‘El juego’, pág. 20

Un espejo severo

Cubierta de La vida privada de los héroes, con imagen de Enrique Barrio Buceta.

De entrada, el libro de Daniel Jiménez (Madrid, 1981) podría parecer el más comercial de los cinco. En efecto, La vida privada de los héroes (Galaxia Gutenberg) tiene algo de retrato de la generación del autor, y muchos lectores se reconocerán en la inestabilidad laboral y sentimental de sus personajes, en esas amistades socavadas (aunque no destruidas) por el tiempo y las obligaciones, en el intento desesperado de huir de la rutina viajando, consumiendo, redecorando —una de las historias se titula ‘Paloma lo prueba todo’—, en los paisajes urbanos y hasta los diálogos.

Pero las narraciones breves de Jiménez (que este año ha recibido muchos elogios por su tercera novela, El plagio) descolocarán a quienes busquen un reflejo favorecedor, una crónica sentimental, un análisis sociológico o un panfleto político. El autor lo apuesta todo a la literatura y enfrenta al lector con personajes complejos y no particularmente virtuosos que corren cada vez más deprisa hacia no saben dónde y con un estilo de engañosa sencillez, telegráfico unas veces (‘Alfonso llega más tarde de lo previsto’), caudaloso otras (‘Borja y Alberto montan un bar restaurante’), de una mordacidad sutil casi siempre.

Tampoco es convencional la estructura del libro, que se divide en cinco secciones. Las dos primeras y las dos últimas están compuestas cada una por diez cuentos, variaciones de argumentos sobre la pareja, la familia, los amigos, el paso de la juventud a la madurez, el fracaso y los nuevos comienzos. A esa composición polifónica se suma la parte central, un inventario de vidas al margen del sistema ubicadas en cien lugares concretos de Madrid, un contrapunto que quizás es un poco prolijo pero amplía el foco de la obra y, además, revela el don de Jiménez para la observación y los detalles significativos.

Ahora sí, Beatriz está feliz, satisfecha. Se queda de pie en medio del cuarto, echa un vistazo a su alrededor y por un momento duda. ¿Y ahora qué? Todo esto, el orden, la comodidad, el estilo, el diseño y el dinero y el tiempo invertidos, ¿para qué? Y, sobre todo, ¿para quién?
Para mí misma, se dice Beatriz orgullosa y conmovida. ¿Es que no basta con eso?

‘Beatriz se procura un placer diferente cada día’, pág. 111

Los desperfectos
Irene Pujadas
Traducción de Inga Pellisa
Hurtado & Ortega Editores
Barcelona, primera edición: abril de 2021
162 páginas

Lo malo de una isla desierta
Javier Echalecu
Editorial Pre-Textos
Valencia, primera edición: marzo de 2021
152 páginas

Las voladoras
Mónica Ojeda
Páginas de espuma
Madrid, primera edición: octubre de 2020
128 páginas

Los juguetes que tuvimos
Alejandro Molina Bravo
Editorial Niña Loba
Primera edición: marzo de 2021
132 páginas

La vida privada de los héroes
Daniel Jiménez
Galaxia Gutenberg
Barcelona, primera edición: junio de 2020
184 páginas

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