Hoy hace justo ciento cuatro años nacía en Palermo Natalia Ginzburg (1916-1991), una de las voces más destacadas y originales de la literatura italiana del siglo XX, y esa es una excusa tan buena como cualquier otra para dedicarle unas líneas y para animar a quienes no la conozcan a descubrirla.

Por fortuna para los que no alcanzamos a leerla en su idioma, buena parte de la obra de Ginzburg -que incluye novelas, relatos, memorias, ensayos y teatro- está traducida al español. Además, en los últimos años editoriales como Acantilado o Lumen han venido publicando sus libros fundamentales, desde Léxico familiar a Todos nuestros ayeres, y otros menos conocidos, como su personal biografía de Antón Chéjov.
Las pequeñas virtudes (Le piccole virtú), otro de los títulos esenciales de su producción, es una vía estupenda para acceder a la escritura de Ginzburg, a ese universo hecho de belleza, sueños rotos y compasión, de observaciones sutiles sobre la familia y las relaciones personales, de una emoción que jamás cae en la sensiblería.
Los once textos que componen el libro, escritos entre 1944 y 1960, aparecieron en periódicos y revistas y se mueven en la frontera entre el ensayo y la autobiografía (tendemos a pensar que estos géneros híbridos se inventaron ayer cuando, en realidad, son casi tan antiguos como la literatura).
A lo largo de sus páginas nos encontramos con asuntos tan diversos como el recuerdo de un amigo desaparecido -el poeta Cesare Pavese-, la educación de los hijos o los horrores de la II Guerra Mundial -el marido de la escritora, conocido antifascista, fue asesinado por los nazis en una cárcel de Roma-. Todas las piezas están ligadas por los lazos de la memoria personal y la colectiva, la mirada honesta, irónica y tierna de Ginzburg y un estilo que logra la proeza de sonar al mismo tiempo natural y exquisito, sobrio y delicado.
Podría citar decenas de ejemplos, pero este fragmento de ‘Las relaciones humanas’ me resulta especialmente conmovedor (la traducción es de Celia Filipetto para Acantilado):
Ahora somos verdaderamente adultos, pensamos, y nos asombramos de que ser adulto sea esto y no todo lo que habíamos creído de niños, la seguridad en sí mismo, una serena posesión sobre todas las cosas de la tierra. Somos adultos porque tenemos a nuestras espaldas la muda presencia de las personas muertas, a las que pedimos un juicio sobre nuestro comportamiento actual, a las que pedimos perdón por las ofensas pasadas. Querríamos arrancar de nuestro pasado tantas palabras crueles por nuestra parte, tantos gestos crueles que hemos realizado cuando temíamos a la muerte pero no sabíamos, no habíamos entendido, que la muerte era irreparable, que no tiene remedio.
En otro de los textos del libro -‘Mi oficio’-, Natalia Ginzburg explica que, cuando escribe algo, suele pensar que es muy importante. «Pero hay un rinconcito de mi alma -añade enseguida- donde sé muy bien y siempre lo que soy, es decir, una escritora pequeña, muy pequeña». El tiempo ha demostrado que, a pesar de su lucidez y su sabiduría, en eso se equivocaba.
Las pequeñas virtudes
Natalia Ginzburg
Traducción de Celia Filipetto
El Acantilado, 55
Barcelona, 2002
164 páginas
Pequeñas virtudes es una pequeña joya. Me encanta Natalia Ginzburg. Hay tanto por leer que cuando descubrimos un autor y vamos buscando sus libros se meten otro en medio y sin saber cómo has dejado de pensar en ese autor que tanto te ha gustado. Tengo que volver a ella. He leído este y Léxico familiar.
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Sí, yo también quiero conocer mejor su obra. Me llama la atención ‘Todos nuestros ayeres’, que vendría a ser la versión novelada de ‘Léxico familiar’.
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