Rebecca West, maestra precoz de la novela corta

No existe una definición universalmente aceptada de la novela corta (nouvelle es un término equivalente que gusta mucho en la jerga literaria). Algunos enfatizan su similitud con el relato por la condensación y la economía de medios; otros la consideran cercana al modo más relajado en que se despliegan las novelas, y también hay quienes destacan su singularidad en términos de dinámica, estructura o detalles.

Tampoco puede recurrirse de manera automática al criterio cuantitativo para incluir un texto en esa categoría. En principio, las narraciones que tienen entre cincuenta y ciento veinte páginas encajan con facilidad en ella, pero es imposible fijar la frontera de la novela corta con el relato, por un lado, y con la novela a secas por el otro extremo, por no hablar de que el lector puede percibir de manera muy distinta la extensión de dos narraciones con un número muy similar de palabras. (Recomiendo a los interesados en estas cuestiones este artículo de Ginés S. Cutillas en Cuadernos Hispanoamericanos).

Nadie discrepa, sin embargo, de que el molde de la novela corta se ha empleado con enorme fortuna a lo largo de la historia, desde esa cima que son las Novelas ejemplares de Miguel de Cervantes novela se empleaba entonces en el mismo sentido que el italiano novella, que corresponde a lo que ahora llamamos novela corta o relato largo— a clásicos contemporáneos como Seda, de Alessandro Baricco. Entre un título y otro, nos vienen a la cabeza ejemplos tan diferentes como Otra vuelta de tuerca, de Henry James, El baile, de Irène Némirovsky, Niebla, de Miguel de Unamuno, o Muerte en Venecia, de Thomas Mann.

La guerra en casa

En la lista de novelas cortas modélicas merece figurar The Return of the Soldier, de Rebecca West, publicada en 1918 (la traducción más reciente al español es esta tan fluida del también escritor Andrés Barba para Seix Barral: El regreso del soldado, 2022).

A Rebecca West, que es el seudónimo de Cicely Isabel Fairfield (Londres 1892-1983), se la conoce sobre todo por su trilogía novelística de los Aubrey —publicada también por Seix Barral—, pero es uno de esos raros autores que brillan en terrenos muy dispares. Especialmente alabadas son sus crónicas de los juicios de Núremberg, recogidas en A Train of Powder (1955) —hay traducción en Reino de Redonda: Un reguero de pólvora, 2014—, y su obra monumental sobre la antigua Yugoslavia Black Lamb and Grey Falcon (1941), que es la crónica de un viaje de la escritora, pero excede con mucho el género de los libros de viajes (la traducción en Ediciones B está agotada).

Una de las imágenes que el fotógrafo Frank Hurley registró en el frente de la I Guerra Mundial.

West publicó El regreso del soldado con apenas veinticinco años, pero nada en el texto delata esa juventud. Por el contrario, en todo momento nos encontramos ante una narración madura, con un estilo ya depurado y una atención exquisita al detalle, que avanza sin vacilaciones para, en menos de ciento cincuenta páginas, retratar el final de una época y la forma en que se entrelaza con los destinos individuales.

La escritora podría haber convertido la historia en un largo folletín sentimental o en un sucinto cuento trágico; después de leer el libro, cuesta imaginar una forma más idónea de plasmar el argumento, tan sencillo como intrigante: Chris Baldry, alistado en el ejército británico durante la Primera Guerra Mundial, vuelve a su hogar —una burbuja de «belleza controlada» y tranquilidad, con sus jardines y estanques y vistas de praderas y bosques lejanos, en medio de un mundo que se derrumba— aquejado de una amnesia que le impide recordar los últimos quince años. No reconoce, por tanto, a su joven esposa, Kitty, que también pertenece a una familia distinguida; en cuanto a la prima que vive en la residencia del matrimonio, Jenny, solo la ve como una compañía de su infancia y adolescencia. A quien recuerda de manera nítida —y con la pasión que sentía entonces— es a Margaret, la hija del dueño de una fonda que fue su primer amor y ahora es una mujer casada a la que han lacerado los años o, más exactamente, los afanes cotidianos propios de las clases populares.

Su cuerpo era largo, redondo y torneado, llevaba el cabello rubio enrollado con disimulo en torno a una hermosa frente y sus ojos grises, aunque distantes, como si todo lo que valía la pena mirar en la vida hubiera quedado muy lejos, rebosaban ternura. (…) Y, sin embargo, estaba muy mal, repulsivamente envuelta en abandono y pobreza, como un buen guante que se ha caído detrás de una cama de hotel y que ha permanecido allí sin que nadie lo toque durante uno o dos días resulta repugnante cuando la criada lo rescata de entre el polvo y las pelusas.

Pág. 22

Testigo de excepción

El punto de partida está peligrosamente cerca de lo melodramático, pero Rebecca West expande el foco para abarcar otros asuntos que no han perdido vigencia un siglo después: los vínculos entre la memoria y la identidad; el peso de la clase social en las relaciones individuales; la empatía y la rivalidad entre las mujeres; la irrupción traumática de una nueva época y la nostalgia por un pasado que está condenado a desaparecer porque se sostiene sobre una ilusión.

Pero es el acierto en la elección de la perspectiva lo que vuelve memorable la narración, como subraya José María Guelbenzu en el esclarecedor epílogo. Toda la historia se cuenta desde el punto de vista del personaje más complejo y ambiguo: Jenny, que lleva años acompañando como una sombra a Chris y Kitty, pero no pertenece por derecho propio a esa «fortaleza inexpugnable de una vida elegante», sino que la habita en calidad de invitada. Además, aunque siente la atracción que Chris ejerce sobre quienes lo rodean —no oculta los celos al imaginarlo con su amada—, Jenny observa el triángulo que componen Kitty, Chris y Margaret sabiendo que está excluida de él.

Esa condición de testigo, sumada a su perspicacia y su empatía, hacen muy creíble su progresiva transformación. Desde la estupefacción y el rechazo iniciales, Jenny evoluciona paso a paso hacia la comprensión plena de que Margaret y Chris son almas gemelas y de que su amor no es solo una fuente de felicidad para ellos, sino también un modelo admirable (aunque la conexión entre la pareja cuelga siempre de un hilo, ya que depende de que él no recupere la memoria).

En realidad, ella había sido generosa con todos nosotros, ya que con su presencia nuestras vidas habían entrado por fin en un patrón. Ella era el sobrio hilo cuyo entretejido en nuestras dispersas fastuosidades había logrado un diseño que de otro modo nunca habría aparecido.

Págs. 115-116

Es, con diferencia, el personaje más redondo, ya que el resto de los protagonistas encarnan los papeles que la situación dramática exige de ellos: Kitty representa la elegancia y la belleza fría y caprichosa; Chris, la nobleza, el entusiasmo y la búsqueda de la trascendencia frente al materialismo de los negocios; Margaret, el espíritu y la bondad dispuesta a cualquier sacrificio. Pero West los dota a todos de matices, contradicciones y momentos de vacilación, y no olvida que en el fondo ninguno es culpable del insólito (e insostenible a largo plazo) trance en que se hallan.

Precisión y sugerencia

Si el cambio de la actitud de narradora resulta impecable, no lo es menos el modo en que West maneja el ritmo de la historia, dividida en seis capítulos. Como ocurre a menudo en las mejores novelas cortas, no encontramos en ellos digresiones ni personajes secundarios sin una función determinada, pero sí las pausas, la ambientación y los detalles que permiten que la narración respire y parezca integrada en un universo más amplio.

West despliega la premisa en los dos primeros capítulos, la expande en los dos siguientes a través de los recuerdos y las relaciones entre los personajes, concluye el quinto con una epifanía y, a través de una escena tan delicada como angustiosa, nos encamina en la última sección hacia el inevitable —aunque no por ello menos impresionante— desenlace.

La destreza de West con la perspectiva y el pulso narrativo se extiende al estilo, que es siempre sustancioso pero ágil y recrea de forma muy convincente la voz de la narradora al rememorar la historia —y mantiene su fuerza en la traducción de Andrés Barba—. Una voz que suena juiciosa y aguda («prosiguió con ese enfermizo deleite que a veces las personas desdichadas encuentran en la descortesía»), certera en la observación de los gestos y el vestuario y en la reproducción de los diálogos, fresca en las imágenes y los adjetivos que emplea («el suave decoro del césped») y casi impresionista en la descripción de los paisajes y la luz. No falta ese punto de ironía sutil —a veces dirigida hacia uno mismo—tan típico de la literatura inglesa y que West utiliza con especial eficacia para restar gravedad a cualquier confesión sentimental.

Precisión y sugerencia: esa combinación caracteriza, en definitiva, a la novela corta, y West la aplica de la primera a la última página, unificando con su prosa la realidad material del mundo, los estímulos sensoriales y el estado mental de los personajes, un logro al alcance de muy pocos.

Yo me quedé a solas rodeada de penumbra y objetos familiares. El crepúsculo llegaba húmedo y fresco desde el jardín, como si quisiera apagar el fuego de la confusión encendido en nuestra chimenea. Los muebles, bien visibles a través de la suave opacidad vespertina con el brillo vigilante de la vieja madera bien pulida, parecían terriblemente conscientes. La extrañeza había entrado en la casa y todo estaba horrorizado por ella, hasta el tiempo mismo.

Pág. 45

El regreso del soldado
Rebecca West
Traducción de Andrés Barba
Seix Barral (Colección Biblioteca Formentor)
Barcelona, primera edición: junio de 2022
160 páginas

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